Yo tenía cinco años. La maestra escribió en la pizarra: “Todos los hombres son mortales”. Sentí un enorme alivio, un gran regocijo.
Esa tarde, cuando salí del colegio, corrí a mi casa y abracé muy estrechamente a mi madre.
“¡Qué suerte, mamita, tú no te vas a morir nunca!” le dije, arrebatadamente.
“Qué?” preguntó mi madre, sorprendida.
Me separé apenas de ella y le expliqué:
-La maestra escribió en la pizarra que los hombres son mortales.
¡Y tú eres mujer! Por suerte, eres mujer, dije y volví a abrazarla.
Mi madre me separó tiernamente de sus brazos.
-Esa frase, querida mía, incluye a hombres y mujeres.Todos y todas moriremos algún día.
Me sentí completamente consternada y desilusionada.
-Entonces, ¿por qué no escribió eso?: “Todos los hombres y mujeres son mortales”, pregunté.
-Bueno- dijo mi madre, en realidad, para simplificar, las mujeres estamos encerradas en la palabra “hombres”.
-¿Encerradas?- pregunté. ¿Por qué?
-Porque somos mujeres- me contestó mi madre.
La respuesta me desconcertó.
¿Y por qué nos encierran? le pregunté.
Es muy largo de explicar, respondió mi madre. Pero acéptalo así. Hay cosas que no son fáciles de cambiar.
-Pero si digo “todas las mujeres son mortales” ¿también encierra a los hombres?
-No- contestó mi madre. Esa frase se refiere sólo a las mujeres.
Me entró una crisis de llanto.
Comprendí súbitamente muchas cosas y algunas muy desagradables, como que el lenguaje no era la realidad, sino una manera de encerrar a las cosas y a las personas, según su género, aunque apenas sabía qué era género: además de servir para hacer faldas, el género era una forma de prisión.
Text i foto: Cristina Peri Rossi
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