Ayer tuve un sueño horrible.
Me hallaba parado en un paso de peatones esperando la luz verde, cuando una vieja fea y arrugada, pero emperifollada y pintarrajeada como una madame de meublé, se me acercó y me señaló con mirada interrogante mi mano derecha, que yo llevaba metida en el bolsillo del pantalón. Extrañado, saqué la mano del bolsillo, y me la miré, como si no fuera mía.
Y por poco deja de ser mía, porque la vieja, aprovechando mi distracción, se abalanzó sobre mí y, sujetándome fuertemente el brazo, me dio un descomunal mordisco en la mano.
Y me arrancó de cuajo el dedo pulgar.
Mi desgarrador grito de dolor ni siquiera inmutó a los viandantes, que seguían impertérritos sus caminos. Mientras, mi cercenado dedo iba siendo trabajosamente masticado por la desdentada boca de la vieja que, sumida en un profundo éxtasis, era sorda a mis imprecaciones y luego, insensible a mis golpes.
Pedí ayuda a la gente, que miraba con indiferencia el abundante chorro de sangre que manaba de mi mano; pero nadie parecía darse cuenta de mi situación.
La vieja deglutió por fin mi apéndice digital y, de repente, salió bruscamente de su éxtasis gastronómico, dirigiéndose hacia mí sonriendo.
Comprendí al punto que su apetito no se había saciado y retrocedí aterrorizado ante su previsible nueva acometida. El bordillo de la acera me hizo tropezar y caí de espaldas al suelo. Paralizado por el miedo, vi como la vieja se me iba acercando. No podía apartar los ojos de su terrorífica mirada hipnótica. De golpe, sentí una terrible punzada en mi otra mano: sin siquiera percatarme, la vieja había vuelto a morder, esta vez arrancándome tres dedos de mi otra mano, la entera.
Ni gritar pude ya.
Miraba suplicante a la gente, que pasaba indiferente por mi lado, esquivando el enorme charco de sangre que se habia formado en el suelo, para no mancharse los zapatos. La vieja masticaba con fruición lo que habían sido mis dedos que, debido a su tamaño, le deformaban grotescament la boca, saliendo y entrando de sus ensangrentados labios.
Yo no podía moverme del suelo, estaba completamente agarrotado y me sentía próximo al desmayo. La vieja tragó por fin su manjar, escupiendo alguna uñas y huesecillos demasiado difíciles para sus escasos pero poderosos dientes. Yo había comprendido ya que nadie me ayudaría y esperaba con terror un nuevo ataque de la vieja. Pero ésta, tal vez saciada ya, y tras limpiarse con un pañuelo los restos de sangre de las comisuras de los labios, abrió tranquilamente su bolso, sacó de él un enorme cuchillo de cocina y pacientemente fue seccionando uno a uno los dedos que aun me quedaban en mis sangrientas y deformadas manos, ya muñones.
Cuando finalizó la operación, volvió a abrir el bolso, guardó el cuchillo y sacó una cajita metálica con una letras grabadas:
“Merienda” .
Y en ella fue introduciendo cuidadosamente mis dedos mutilados. Se había preparado la merienda, claro. Acto seguido cerró la cajita, la introdujo en el bolso, se levantó, dio media vuelta y desapareció entre la gente.
Me desperté de golpe sudado y angustiado, al oir el ruido de algo metálico cayendo al suelo.
Me incorporé de la cama, miré al suelo y vi una cajita metálica con una inscripción grabada:
“Cena”.
Pep Boldú-Maig 2020
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